Continúa desde La entrada en el desierto (3ª parte)
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y para discernir esa vocación hice una experiencia de vida en un monasterio de la orden cisterciense. Por las tardes, en el escritorio del noviciado, dedicaba algunos minutos a escribir en un pequeño cuaderno lo ocurrido en el transcurso del día. De aquellas anotaciones plagadas de ocurrencias más o menos ingenuas, de vivencias y de lecciones aprendidas durante esos días, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
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Martes, 24 de febrero de 2010 (Martes de la primera semana de Cuaresma).
Hoy ha sido mi primer día de trabajo, ya que ayer lunes la comunidad tuvo retiro y no se trabajó en el monasterio. La tarea que me han encomendado ha consistido en la limpieza del garaje. Me han dejado solo, barriendo el barro que, tras estos días de lluvia, ha venido pegado a las ruedas de la furgoneta. Antes de empezar, el maestro de novicios me ha explicado que el trabajo es una extensión de la vida de oración de un monje. Pero, ¿cómo orar mientras se barre un suelo?
Con esta pregunta he comenzado mi tarea, y me he puesto a meditar en todo lo sucedido durante estos tres días que llevo aquí, en las cosas que he escuchado en las homilías, o en las breves palabras que haya podido cruzar con alguno de los monjes. En medio de mis reflexiones, ha aparecido en mi mente un pensamiento “graciosillo” (por definirlo de alguna manera). En ocasiones me vienen estas ideas, y no sé de dónde me surgen. A veces son ingeniosísimas, pero otras son auténticas payasadas. Pues bien, la “genialidad” en esta ocasión ha sido la siguiente: que la naturaleza del garaje es como la del palo de un gallinero: siempre lleno de porquería. Con semejantes ocurrencias a lo único a lo que aspiro es a la risa ajena y, lo confieso, disfruto un montón si lo consigo.
En ese momento apareció en el garaje el cocinero de la comunidad. Y ya que estaba allí, quise poner a prueba la ingeniosidad de mi ocurrencia, por lo que empecé a decirle: «me estoy dando cuenta de que la naturaleza de los garajes es como la naturaleza de…». Sin dejarme concluir la frase, me interrumpió el monje para decir: «…como la naturaleza del hombre, ¿verdad?». «Hombre –repuse– yo iba a decir que es como la naturaleza del palo de un gallinero, siempre lleno de porquería».
El chiste se fastidió, pero semejante respuesta hizo que cambiara el rumbo de mi reflexión. ¡Qué extrañas situaciones pueden enseñarte algo nuevo! Continué con mi tarea, pero ahora meditando sobre “las suciedades” en el interior del hombre, y sobre la forma que Dios tiene de limpiarlas.
Llegando a la puerta del garaje, la corriente de aire empujaba de nuevo hacia el interior la suciedad que ya tenía barrida. «Qué fastidio –pensaba yo para mis adentros–, cuanto más cerca de la puerta se está, más me estorba el viento, haciendo que el polvo retorne al interior. Este viento, ¿podría simbolizar las contradicciones?... ¿o tal vez las tentaciones de la vida que vuelven a ensuciar el interior?... O, quizás, lo que parece viento en contra que impide esa limpieza, pueda interpretarse como un medio del que Dios se aprovecha para ayudarse en la tarea de barrer mejor las “suciedades” del alma, recogiendo ese polvo de otra forma… ¿Cuáles son esos “vientos en contra”?... ¿Dios limpia el barro de mi interior de la misma forma?... Igual creo que el viento es algo negativo, cuando en realidad es algo de lo que también Dios se sirve… Ahora bien, ¿cómo saber discernir esos vientos…?».
En esta “tarea mental” he estado empleando toda la mañana, hasta que la campana nos ha avisado del final del trabajo. Tocaba volver a la habitación para ducharse y acudir al rezo de sexta.
Esta tarde, en el escritorio, he estado leyendo uno de los libros que me ha dejado el maestro de novicios. Las siguientes líneas me han llamado la atención:
“Lo que Dios espera del monje como respuesta a su llamada y como acogida a su don es una habitual actitud de atención, de docilidad y de disponibilidad. Cuando nos dejamos llevar del mucho hablar, no somos capaces de escuchar; nos llenamos de nuestros propios negocios, y estos nos llenan y nos proyectan hacia fuera”.
¡Esto si que es bueno! «Cuando nos dejamos llevar del mucho hablar… nos llenamos de nuestros propios negocios...», o cuando nos llenamos de nuestros pensamientos, o cuando le damos vueltas a los símbolos.
Me siento como un estúpido: ¿qué he hecho durante toda esta mañana sino perderme en disquisiciones sin fin concreto?
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